Una reflexión crítica sobre el uso prematuro de móviles e Internet en la infancia, y los efectos invisibles de una generación que crece bajo el dominio de las pantallas
Algo no va bien cuando el 42 % de los niños en España empieza a usar el móvil antes de cumplir los 8 años. Algo no va bien cuando más de la mitad muestra ansiedad o irritación si se les limita su uso. Y algo, definitivamente, está fallando cuando uno de cada cuatro menores sufre síntomas de dependencia digital a edades en las que deberían estar saltando en el parque, no deslizando el dedo en una pantalla.
El informe publicado por SaveFamily —empresa especializada en dispositivos infantiles con GPS— es claro: estamos inmersos en una hiperconectividad infantil que crece sin freno y sin control. Más del 68 % de los menores se conecta a Internet antes de los 11 años. El 90 % ya maneja dispositivos con conexión, y durante los fines de semana, uno de cada cinco niños pasa más de cinco horas al día frente a una pantalla. ¿Realmente queremos normalizar esto?
De juguete inocente a dependencia invisible
Los móviles, las tablets y los videojuegos ya no son un complemento puntual de ocio, sino un elemento estructural del día a día de los menores. Están presentes a la hora de comer, en los trayectos al colegio, en las reuniones familiares. Su uso se ha naturalizado tanto que, en muchos hogares, no se cuestiona. “Es que así se entretiene”, dicen algunos padres, como si el silencio y la pasividad fueran preferibles al conflicto o al aburrimiento. Pero ese “así se entretiene” esconde algo más profundo: una dependencia que aún no se ve, pero ya se nota.
La encuesta de SaveFamily revela que el 53,3 % de los niños experimenta efectos emocionales negativos derivados del uso excesivo de pantallas. Irritabilidad, ansiedad, dificultad para desconectar, problemas de sueño, bajada en el rendimiento académico. Y aún así, seguimos comprando móviles como regalo de comunión.
Tecnología sin educación es terreno peligroso
Este no es un alegato tecnófobo. Nadie niega que la tecnología tenga un valor pedagógico, que conecte con el mundo, que enseñe. Pero sin regulación, sin educación digital, sin acompañamiento adulto, la tecnología se convierte en una vía libre al aislamiento, la sobreestimulación y la adicción. Lo vemos cada día: menores de 10 años con acceso a redes sociales, niños expuestos a contenidos violentos o sexualizados, adolescentes con problemas de autoestima por la tiranía de los filtros de Instagram o TikTok.
Muchos padres lo intuyen, pero no actúan. Otros lo ven, pero no saben cómo frenar la dinámica. Y no faltan quienes simplemente se resignan porque “todos los niños lo hacen”. Pero no todo lo que hacen todos es necesariamente bueno.
¿Dónde están los límites?
En las últimas semanas, se han multiplicado las manifestaciones de padres y profesores en toda España reclamando límites claros: prohibir móviles antes de los 16 años, retirar las redes sociales de la infancia, regular el tiempo frente a las pantallas en el aula y en casa. Se habla incluso de establecer un marco nacional con normas claras: nada de pantallas hasta los 6 años, una hora diaria hasta los 12, y un máximo de dos horas al día hasta los 18. Y tiene todo el sentido del mundo.
Los menores necesitan jugar, aburrirse, explorar, tocar, equivocarse, mirar a los ojos y no solo a una pantalla. Necesitan límites, no como castigo, sino como marco de seguridad para su desarrollo emocional y cognitivo. Necesitan que les enseñemos que no todo es inmediato, que el “me gusta” no define su valor, que la vida no se reduce a un feed interminable.
Un problema de salud pública (que aún no lo parece)
Muchos de los efectos del abuso digital no son visibles al principio. No hay fiebre ni tos. Pero están ahí: dificultades para concentrarse, insomnio, apatía, cambios de humor, retraimiento social. Se están normalizando síntomas que deberían alarmarnos. Y si no hacemos nada ahora, la factura emocional la pagaremos más adelante, como sociedad.
Estamos cediendo a la tecnología lo más valioso que tenemos: el tiempo y el desarrollo de nuestros hijos. No basta con decir que todo está bajo control porque hay control parental o porque la tablet tiene modo infantil. Hace falta una acción más decidida, desde las familias, los centros educativos, los gobiernos y también desde las empresas tecnológicas. Porque este no es un problema individual, sino colectivo.
Educar es resistir
Educar en el uso responsable de la tecnología es, hoy, un acto de resistencia. Significa decir “no” cuando lo más fácil es ceder. Significa acompañar, no entregar. Significa asumir que la incomodidad de poner límites hoy es una inversión en salud emocional para el mañana.
Si una sociedad se define por cómo cuida a sus niños, es momento de preguntarnos si mirar hacia otro lado mientras se forman frente a una pantalla es realmente cuidarlos. Porque detrás de cada niño que pasa cinco horas al día en un móvil, hay un adulto que lo permite. Y ese permiso, aunque no lo parezca, es una decisión con consecuencias.